En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Oración para todos los días
A Vos, Dios mío, fuente de misericordia, me acerco yo, inmundo pecador, para que os dignéis lavar mis manchas. ¡Oh Sol de justicia, iluminad a este ciego! ¡Oh Médico eterno, sanad a este miserable! ¡Oh Rey de reyes, vestid a este desnudo! ¡Oh mediador entre Dios y los hombres, reconciliad a este reo! ¡Oh buen Pastor, acoged a esta oveja descarriada! Otorgad, Dios mío, perdón a este criminal, indulgencia a este impío y la unción de vuestra gracia a esta endurecida voluntad. ¡Oh clementísimo Señor!, llamad a vuestro seno a este fugitivo, atraed a este resistente, levantad al que está caído y una vez levantado sostenedle y guiad sus pasos. No olvidéis, Señor, a quien os ha olvidado, no abandonéis a quien os abandonó, no desechéis a quien os desechó y perdonad en el cielo a quien os ofendió en la tierra. Amén.
Oración a la Santísima Virgen
¡Oh bienaventurada y dulcísima Virgen María, océano de bondad, Hija del Rey soberano, Reina delos ángeles y Madre del Común Criador! Yo me arrojo confiado en el seno de vuestra misericordia y ternura, encomendándoos mi cuerpo, mi alma, mis pensamientos, mis deseos, mis afectos y mi vida entera, para que por vuestro auxilio camine yo siempre hacia el bien según la voluntad de vuestro amado Hijo, N.S. Jesucristo. Amén.
Segundo Dia: Conveniencia de la Humanidad
Todos tenemos motivos suficientes para humillarnos y reconocernos en los demás merecimientos y reconocer en los demás los merecimientos y excelencias, según aquello del Apóstol; juzguemos con humildad a otros como nuestros superiores. La razón de esto es clarísima, puesto que en el hombre hallamos dos clases de obras, unas que son gracias de Dios y otras que son herencia de la naturaleza humana. Por la parte que nos toca como hombres, todo es defectuoso y manco, más por lo que tenemos de Dios, somos grandes y excelentes, según lo dice el profeta Oseas: Tu perdición Israel nace de ti; de mí proviene tu grandeza y socorro. Y como la virtud de la humildad propiamente mira a Dios, a quien debe someterse la criatura, de ahí es que cada uno debe humillarse ante su prójimo considerando en los demás los dones que tiene de Dios y viendo en ellos un como traslado y reverbero de la perfección infinita como lo dice San Pedro: Estad sometidos a toda criatura racional por consideración al Señor. Con lo cual no quiere decirse que estamos obligados a reconocer siempre que los dones del cielo que veamos en nuestros semejantes sean más hermosos que las gracias en nosotros infunde el Señor, puesto que como afirma el Apóstol, para eso se nos dan las gracias, para que las conozcamos en nosotros, pudiendo preferirlas a las demás; ni tampoco se nos exige que como hombres nos reconozcamos más imperfectos que el prójimo, pues la naturaleza reparte sus gracias en distintas proporciones. Procuremos, sin embargo, mirar siempre en los demás algo de excelente y grande que no tengamos nosotros para así vivir continuamente protegidos por la humildad, disimulando, como aconseja San Agustín, nuestros bienes y viendo en el prójimo los motivos sobrados de superioridad y excelencia.
EJEMPLO
Estaba el angélico maestro tan persuadido de la necesidad de ser humilde, que puede decirse fue su máxima continua y el norte de todos sus actos. Con ser tan grande el Santo Doctor, jamás creyó en su grandeza y siempre se mostró pequeño e inferior a los demás. En sus conversaciones, nunca habló de sí ni de la excelencia de su alcurnia y de la sublimidad de sus talentos: nunca hizo alarde de sus méritos y en todas sus Obras no se descubre, ni por descuido, una sola palabra que redunde en su propia alabanza. Si el mundo le elogiaba, él procuraba ocultarse y vivir en soledad; si la Iglesia y las Universidades querían honrar al gigante de la santidad y la ciencia, Tomás siempre se reputó pigmeo, declinaba esos honores y no quería más recompensa que Jesucristo y éste Crucificado. De Tomás dice la historia, que diariamente pedía al Señor que le conservase en el estado simple de religioso sin que jamás llegase a ningún oficio ni á dignidad alguna. Dios oyó a su dignísimo siervo, y sin el aparato de los títulos y empleos, le elevó sobre uno de los pedestales más altos y gloriosos que se destacan en la historia. ¡Qué contraste ofrece esta humildad hermosísima del Ángel de las Escuelas con la altanería ridícula e insufrible de muchos, que su color de ilustración y cultura aspiran a los empleos y a los oficios donde aparece de relieve la ignorancia y escasez absoluta de suficiencia de los que se creen el número uno en el escalafón de regeneradores y progresistas! Comprendamos como Santo Tomás de Aquino el mérito de la humildad y sigamos constantemente la senda escondida de los verdaderos sabios.
(Ahora pídase la gracia especial que se quiera conseguir y luego rézense tres Padrenuestros y Avemarías con su Gloria Patri en reverencia de la humildad, sabiduría y pureza angelical de Santo Tomás de Aquino).
Antífona
¡Oh Santo Tomás, gloria y honor de la Orden de Predicadores! Transpórtanos a la contemplación de las cosas celestiales, tú que fuisteis maestro soberano de los sagrados misterios.
V. Ruega por nosotros, Santo Tomás.
R. Para que nos hagamos dignos de las promesas de Jesucristo.
Oración final
Gracias, os doy, Señor Dios mío, y Padre de misericordias, porque os habéis dignado admitirme, a mí pobre pecador e indigno siervo vuestro, a la participación gratuita de vuestra gracia en el secreto de la oración. Yo os ruego que esta comunicación de mi alma con Vos no sea castigo de mis culpas, sino prenda segura del perdón de mis ofensas, armadura finísima de la fe y escudo invulnerable de mi corazón. Concededme la remisión de mis faltas, el exterminio de la concupiscencia y de la sensualidad, el aumento de la caridad, de la humildad, de la paciencia, de la obediencia y de todas las virtudes; defendedme de las asechanzas visibles e invisibles de los enemigos; dadme el sosiego inefable de mis apetitos y de todos mis afectos para que así pueda unirme mejor a Vos que sois mi felicidad y descanso. Suplico también. Dios mío, que después de mi muerte, os dignéis admitirme a la Pascua celestial y al convite divino donde Vos en unión del Hijo y del Espíritu Santo, sois luz verdadera, abundancia perfecta, gozo sempiterno, alegría consumada y felicidad sin medida. Amén.